domingo, 13 de enero de 2013

ALTEZA


Dedicado a Óscar

El fútbol y el recuerdo...

Un gol espectacular; un regate inverosímil; una filigrana deliciosa; aquella victoria que tanto significó...

De esa manera se va llenando el corazón de un niño que se aficiona al fútbol, de ese modo van madurando en su mente la importancia de un lance, el significado de una jugada.
Pero como para otras cosas de la vida, siempre hay un momento en que la niñez queda atrás, en que el disfrute o el padecimiento te hacen entender de golpe que eres un joven adulto que ya no mira el fútbol con ojos de infante, sino con la perspectiva serena de quien empieza a tener vivencias a las espaldas.

Mi niñez balompédica quedó atrás la primera vez que vi jugar a Fernando Redondo con el Real Madrid. Hasta entonces había sido un confuso espectro en los highlights de fin de semana, un argentino del Tenerife que alargaba su fina melena en majestuosas galopadas verticales, que lanzaba zurdazos que herían las mallas rivales.
Hay muchachos que saben que van a triunfar en el duro mundo del fútbol, porque en benjamines, en alevines, en infantiles, en cadetes y en juveniles han estado siempre un paso por delante y una cabeza por encima de sus compañeros y rivales. Tal tuvo que ser el caso de Fernando que se confirmó temporada a temporada hasta su última en el club canario.

Acaso pasó por mi mente el pensamiento de que en el Real Madrid sólo sería un sustituto. Yo sólo le había visto meter goles, yo aún no sabía lo que era un "5", yo aún ignoraba que desde el anillo central Redondo culminaría con éxito la cuadratura del círculo, que su elegante zancada de Principe abarcaría dominadora cada brizna de césped de ese reino que heredaría de manera meritoria.

Todo el mundo decía mira esa conducción, mira esa pared, mira como progresa desde atrás con la pelota en los pies y los ojos en el horizonte. ¿Ha habido de cuello para arriba un futbolista más estético? Pero mis ojos de joven adulto ya empezaban a mirar la sombra de las figuras, a interpretar la cara oculta del balón, a indagar en el porqué de las cosas, y con Fernando mi mente se ensanchaba, como el juego blanco con su trote altivo.

Yo le veía girarse y meter la cadera para envolver una pelota que hasta entonces parecía segura en los pies del atacante, abrir el compás con un pequeño pasito a la pata coja para interceptar la trayectoria de un pase que parecía que tendría buen fín, yo me extasiaba viendo su liviana cabellera rotar en el aire mientras sus pies castigaban la osadía del rival, pero reconozco que lo que más placer me daba observar era la soberbia estructura de sus altos hombros mandando los codos a pasear a la altura en la que los oponentes respiran... Quien no entienda que la órbita de un ínfimo electrón genera el campo de fuerza que da apariencia sólida a las cosas, podría llegar a aprehender dicho conocimiento observando esto que digo.

La gente recordará ese taconazo en Old Trafford, quizás el regate más productivo que yo he visto, la gente pensará en alguna de esas transiciones en que arrancando desde atrás mandaba largas paredes hasta ganar la línea de fondo, o sus llegadas culminadas con un misil. Yo no, yo le recuerdo tal cual era, Redondo, girador, orbitante, como un gran campo de fuerza que engullía media hectárea de césped, que destruía con su potencia gravitatoria los planes del rival y atraía hacia sí los laxos cuerpos de sus compañeros.



Sobre un campo de estrellas yo vi pasar un cometa fugaz de larga cabellera... Cerré los ojos y cuando los abrí, mi infancia balompédica había quedado atrás.