Dedicado a Óscar
El fútbol y el recuerdo...
Un gol espectacular; un regate inverosímil; una filigrana
deliciosa; aquella victoria que tanto significó...
De esa manera se va llenando el corazón de un niño que se
aficiona al fútbol, de ese modo van madurando en su mente la importancia de un
lance, el significado de una jugada.
Pero como para otras cosas de la vida, siempre hay un
momento en que la niñez queda atrás, en que el disfrute o el padecimiento te
hacen entender de golpe que eres un joven adulto que ya no mira el fútbol con
ojos de infante, sino con la perspectiva serena de quien empieza a tener
vivencias a las espaldas.
Mi niñez balompédica quedó atrás la primera vez que vi jugar
a Fernando Redondo con el Real Madrid. Hasta entonces había sido un confuso
espectro en los highlights de fin de semana, un argentino del Tenerife que
alargaba su fina melena en majestuosas galopadas verticales, que lanzaba
zurdazos que herían las mallas rivales.
Hay muchachos que saben que van a triunfar en el duro mundo
del fútbol, porque en benjamines, en alevines, en infantiles, en cadetes y en
juveniles han estado siempre un paso por delante y una cabeza por encima de sus
compañeros y rivales. Tal tuvo que ser el caso de Fernando que se confirmó
temporada a temporada hasta su última en el club canario.
Acaso pasó por mi mente el pensamiento de que en el Real
Madrid sólo sería un sustituto. Yo sólo le había visto meter goles, yo aún no
sabía lo que era un "5", yo aún ignoraba que desde el anillo central
Redondo culminaría con éxito la cuadratura del círculo, que su elegante zancada
de Principe abarcaría dominadora cada brizna de césped de ese reino que
heredaría de manera meritoria.
Todo el mundo decía mira esa conducción, mira esa pared,
mira como progresa desde atrás con la pelota en los pies y los ojos en el
horizonte. ¿Ha habido de cuello para arriba un futbolista más estético? Pero
mis ojos de joven adulto ya empezaban a mirar la sombra de las figuras, a
interpretar la cara oculta del balón, a indagar en el porqué de las cosas, y
con Fernando mi mente se ensanchaba, como el juego blanco con su trote altivo.
Yo le veía girarse y meter la cadera para envolver una
pelota que hasta entonces parecía segura en los pies del atacante, abrir el
compás con un pequeño pasito a la pata coja para interceptar la trayectoria de
un pase que parecía que tendría buen fín, yo me extasiaba viendo su liviana
cabellera rotar en el aire mientras sus pies castigaban la osadía del rival,
pero reconozco que lo que más placer me daba observar era la soberbia estructura
de sus altos hombros mandando los codos a pasear a la altura en la que los
oponentes respiran... Quien no entienda que la órbita de un ínfimo electrón
genera el campo de fuerza que da apariencia sólida a las cosas, podría llegar a
aprehender dicho conocimiento observando esto que digo.
La gente recordará ese taconazo en Old Trafford, quizás el
regate más productivo que yo he visto, la gente pensará en alguna de esas
transiciones en que arrancando desde atrás mandaba largas paredes hasta ganar
la línea de fondo, o sus llegadas culminadas con un misil. Yo no, yo le
recuerdo tal cual era, Redondo, girador, orbitante, como un gran campo de
fuerza que engullía media hectárea de césped, que destruía con su potencia
gravitatoria los planes del rival y atraía hacia sí los laxos cuerpos de sus
compañeros.
Sobre un campo de estrellas yo vi pasar un cometa fugaz de
larga cabellera... Cerré los ojos y cuando los abrí, mi infancia balompédica
había quedado atrás.